Columna de Opinión de Giovanka Luengo Figueroa, candidata ecologista a concejal por Providencia.
La crisis climática es una realidad innegable. En los últimos años, hemos sido testigos de cómo los fenómenos asociados al cambio climático han impactado nuestras vidas de formas cada vez más impredecibles. Emergencias que antes ocurrían de forma ocasional ahora se han vuelto parte de un ciclo anual inescapable, y esta no es una problemática exclusiva de las zonas rurales; sus efectos están cada vez más presentes en las ciudades, y la población urbana también debe despertar a la urgencia de actuar.
Las inundaciones, desbordes de ríos y sequías extremas no solo afectan la agricultura, sino también la vida en las ciudades. Este año, en la Región Metropolitana, hemos vivido los efectos de los sistemas frontales que en unas pocas horas generan lluvias intensas y prolongadas, saturando suelos, colapsando infraestructuras y afectando los servicios básicos. Vimos rachas de viento que dejaron a miles de personas sin electricidad por extensos días, mostrando que no estamos preparados para las inclemencias del clima que ya nos afectan de manera directa.
Los incendios forestales, por otro lado, representan una amenaza crítica para las áreas rurales y para los sectores de interfaz urbano/rural. El impacto en los animales –tanto fauna silvestre como animales de abasto y de compañía– es devastador. Muchos pierden su hábitat, mueren en medio del fuego o sufren por el humo. El costo de estos incendios no solo se mide en hectáreas destruidas, sino también en la seguridad y salud de las comunidades afectadas. Todo ello sin contar el importante daño a los ecosistemas.
Mientras esto se ha visto con mayor fuerza en la ruralidad, las personas que viven en las ciudades y zonas urbanas siguen desconociendo los riesgos presentes y futuros. La percepción común es que el impacto de la crisis climática es algo distante, algo que afecta “a otros”, mientras la urbanización desregulada en sectores de alto riesgo, como zonas de inundación, humedales urbanos y laderas de cerros, está exponiendo a miles de familias a peligros que no estamos preparados para enfrentar.
La urgencia de actuar no solamente se refiere a la mitigación de riesgos, sino a una transformación completa en cómo abordamos la crisis climática desde las políticas públicas. No basta con implementar medidas reactivas o parciales. Necesitamos un diseño que proyecte un país preparado para enfrentar estos desafíos a 5, 10 o 20 años. Esto significa revisar y ajustar nuestras políticas sobre emisiones, movilidad urbana, y gestión de recursos naturales. Son valorables las iniciativas como la electromovilidad y el cambio a energías más limpias, pero no podemos pensar que es suficiente. Debemos prepararnos para eventos extremos cada vez más frecuentes e intensos.
Un informe reciente desarrollado por el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR2) de la Universidad de Chile destaca los riesgos de la megasequía y los desafíos de la seguridad hídrica en Chile, abordando cómo el cambio climático ha sido una de las principales causas de la crisis hídrica en el país, y advirtiendo que, de continuar las tendencias actuales, la seguridad hídrica podría alcanzar un nivel crítico para el 2050.
El Informe 2023 del Lancet Countdown sobre salud y cambio climático subraya que las personas mayores de 65 años en América Latina han experimentado un aumento del 271% en su exposición a días de olas de calor entre 2013 y 2022, en comparación con el período 1986-2005, lo que ha incrementado significativamente las tasas de mortalidad relacionadas con el calor. Estos eventos se han asociado con problemas graves de salud que ya están afectando a las ciudades y podrían volverse más comunes si no se toman medidas urgentes.
Estamos tarde para seguir reaccionando y no planificando. Este es el llamado: tomar conciencia ahora, desde las ciudades y los campos, y prepararnos de verdad. Es imperativo que el Estado tome la delantera en esta crisis, garantizando un marco regulatorio robusto y políticas que protejan a quienes más lo necesitan, en especial a las comunidades más vulnerables. Pero no solo depende del Estado. Las comunidades urbanas y rurales tienen el poder de exigir a nuestras autoridades que tomen acción, que no solo prometan, sino que avancen hacia un futuro más seguro y sostenible.